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El otro de Platón
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La palabra “prójimo” proviene del adjetivo “próximo”, cuando la letra “x” representaba el sonido que actualmente se representa en español con la “j”. En la evolución de la prosodia y la ortografía castellana en el siglo XVI y XVII, el sustantivo pasó a escribirse con “j” y el adjetivo conservó la “x” con la nueva pronunciación [ks]. Curiosidades lingüísticas.
“Prójimo”, por lo tanto, designa a la persona que está cerca de uno, la que está próxima. Prójimo es, en primer lugar, el que convive con uno en la misma casa, la persona que tiene con uno cercanía de parentesco, de sangre. Mi prójimo es el que me está cerca porque es mi pariente o mi paisano o correligionario. En el significado usual de “prójimo”, la cercanía está establecida por factores como los vínculos familiares o de comunidad de origen o de religión o ideología.
Por eso, el precepto contenido en el libro del Levítico del Antiguo Testamento, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, se entendió como un mandamiento que fomentaba la solidaridad familiar y comunal. El amor y el favor se debían a los próximos, a los cercanos por lazos de sangre o de religión o de nacionalidad. Y esta manera de entender el precepto se ajusta al sentimiento humano. Primero debo atender a los míos, luego, y si acaso, a los demás. Mientras más extraña me sea la persona, menos obligación tengo hacia ella.
Jesús, sin embargo, introdujo una transformación radical, y lo hizo a través de una parábola singular. En cierta ocasión en que Jesús dialogaba con un letrado judío acerca del mandamiento del amor al prójimo, el letrado le pidió a Jesús que le identificara quién sería su prójimo, el del letrado. Jesús, entonces, le contó el cuento de un hombre que había sido asaltado en el camino por bandoleros y abandonado allí mismo medio muerto. Como el camino era transitado, inevitablemente otros caminantes se tropezaron con el herido. Los dos primeros vieron al herido, pero pasaron de largo. El tercero se acercó al herido, le curó las llagas y lo dejó a resguardo en una posada y hasta le pagó el hospedaje. Para dramatizar más el cuento, Jesús describe a los dos primeros como funcionarios del templo, un sacerdote y un levita. Hombres, por lo tanto, respetables a los ojos del pueblo por el aura de santidad que los rodea, y de quienes uno esperaría conducta ejemplar. Y describe al tercero como un samaritano, es decir, un personaje tenido como impuro, ciudadano de segunda, de quien no se puede esperar ningún buen ejemplo.
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“Prójimo”, por lo tanto, designa a la persona que está cerca de uno, la que está próxima. Prójimo es, en primer lugar, el que convive con uno en la misma casa, la persona que tiene con uno cercanía de parentesco, de sangre. Mi prójimo es el que me está cerca porque es mi pariente o mi paisano o correligionario. En el significado usual de “prójimo”, la cercanía está establecida por factores como los vínculos familiares o de comunidad de origen o de religión o ideología.
Por eso, el precepto contenido en el libro del Levítico del Antiguo Testamento, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, se entendió como un mandamiento que fomentaba la solidaridad familiar y comunal. El amor y el favor se debían a los próximos, a los cercanos por lazos de sangre o de religión o de nacionalidad. Y esta manera de entender el precepto se ajusta al sentimiento humano. Primero debo atender a los míos, luego, y si acaso, a los demás. Mientras más extraña me sea la persona, menos obligación tengo hacia ella.
Jesús, sin embargo, introdujo una transformación radical, y lo hizo a través de una parábola singular. En cierta ocasión en que Jesús dialogaba con un letrado judío acerca del mandamiento del amor al prójimo, el letrado le pidió a Jesús que le identificara quién sería su prójimo, el del letrado. Jesús, entonces, le contó el cuento de un hombre que había sido asaltado en el camino por bandoleros y abandonado allí mismo medio muerto. Como el camino era transitado, inevitablemente otros caminantes se tropezaron con el herido. Los dos primeros vieron al herido, pero pasaron de largo. El tercero se acercó al herido, le curó las llagas y lo dejó a resguardo en una posada y hasta le pagó el hospedaje. Para dramatizar más el cuento, Jesús describe a los dos primeros como funcionarios del templo, un sacerdote y un levita. Hombres, por lo tanto, respetables a los ojos del pueblo por el aura de santidad que los rodea, y de quienes uno esperaría conducta ejemplar. Y describe al tercero como un samaritano, es decir, un personaje tenido como impuro, ciudadano de segunda, de quien no se puede esperar ningún buen ejemplo.