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RETÓRICA - Aristóteles (Resumen del Libro): Filosofía para PERSUADIR y CONVENCER con EXCELENCIA
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Bienvenido a "Retórica", de Aristóteles: la guía definitiva para aprender a persuadir y convencer con maestría y elegancia. Para ello, es necesario saber que un buen discurso consta de tres elementos constitutivos: (a) el hablante, (b) el oyente y (c) la temática. A raíz de esta división tripartita, parece lógico concluir que los medios técnicos de instigación responden a cada una de estas tres partes: (a) el carácter del hablante (i.e., el ethos), (b) el estado emocional del oyente (i.e., el pathos) y (c) la estructura del argumento en sí mismo (i.e., el logos). ¿Estás preparado para conocerlos?
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Para comenzar, es menester señalar la diferencia entre retórica y dialéctica, pues de nada sirve que exponga los principios de la primera sin que sepas siquiera a qué me refiero exactamente. Dentro de la cultura helenística, la dialéctica recoge los principios teóricos necesarios para dialogar con el objetivo de descubrir la verdad mediante la exposición y confrontación de argumentaciones y razonamientos contrarios entre sí. En otras palabras, se trata del conjunto de cuerpos deductivos y reglas lógicas que uno habría de emplear a la hora de razonar para llegar a conclusiones fiables, verídicas y objetivas. En cambio, la retórica es el arte de hablar con la eficacia necesaria para deleitar, convencer o conmover al receptor, esto es, un proceso comunicativo ordenado que tiene como fin la persuasión.
A pesar de que ambas disciplinas actúan de modo simbiótico y requieren de participación conjunta, no han de confundirse: mientras la dialéctica busca esencialmente la verdad, la retórica tiene por bandera el convencimiento.
Por ejemplo, una cosa es demostrarte que el teorema de Pitágoras (a2 + b2 = c2) se cumple para cualquier triángulo o que la depresión puede deberse a factores hereditarios; otra muy distinta, pretender que lo tomes por válido y lo incorpores como creencia propia. Si solamente tuviera que probar la veracidad de dichas afirmaciones, entonces bastaría con que pusiera los inputs en la ecuación o mostra-ra un estudio acerca de la neurobiología del estrés que describa la estrecha relación entre el cortisol (la hormona asociada al estrés) y el trastorno mental en cuestión. Sin embargo,
¿qué pasaría si la persona a la que se lo estoy explicando no entendiera mis argumentos? De acuerdo, ambas declaraciones no dejarían de ser verdad (independientemente de que el receptor me hubiera comprendido o no), pero no habría conseguido cambiar su opinión en absoluto; dialécticamente, se trata de un éxito; retóricamente, de un estrepitoso fracaso.
Presta atención a la siguiente cita de Aristóteles en el L.I: “está claro que, si la audiencia pública estuviera impecablemente instruida y se ubicara en un estado mental adecuado, entonces apenas haría falta recurrir a la retórica; mas qué grave error estaría cometiendo un litigante si pensara que la muchedumbre actúa siempre desde la cordura, la buena fe y la razón. Incluso si ese mismo hablante dispusiera del conocimiento más exacto del tema, instruir a un grupo semejante empleando únicamente la vía intelectual sería prácticamente imposible: se distraen por factores que no pertenecen en absoluto al tema, no son capaces de seguir pruebas exactas basadas en hechos reales, son receptivos a los halagos y reacios a las críticas, tratan de confirmar sus creencias preestablecidas y, para colmo, están malacostumbrados al mal uso de este bello arte.”.
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A pesar de que ambas disciplinas actúan de modo simbiótico y requieren de participación conjunta, no han de confundirse: mientras la dialéctica busca esencialmente la verdad, la retórica tiene por bandera el convencimiento.
Por ejemplo, una cosa es demostrarte que el teorema de Pitágoras (a2 + b2 = c2) se cumple para cualquier triángulo o que la depresión puede deberse a factores hereditarios; otra muy distinta, pretender que lo tomes por válido y lo incorpores como creencia propia. Si solamente tuviera que probar la veracidad de dichas afirmaciones, entonces bastaría con que pusiera los inputs en la ecuación o mostra-ra un estudio acerca de la neurobiología del estrés que describa la estrecha relación entre el cortisol (la hormona asociada al estrés) y el trastorno mental en cuestión. Sin embargo,
¿qué pasaría si la persona a la que se lo estoy explicando no entendiera mis argumentos? De acuerdo, ambas declaraciones no dejarían de ser verdad (independientemente de que el receptor me hubiera comprendido o no), pero no habría conseguido cambiar su opinión en absoluto; dialécticamente, se trata de un éxito; retóricamente, de un estrepitoso fracaso.
Presta atención a la siguiente cita de Aristóteles en el L.I: “está claro que, si la audiencia pública estuviera impecablemente instruida y se ubicara en un estado mental adecuado, entonces apenas haría falta recurrir a la retórica; mas qué grave error estaría cometiendo un litigante si pensara que la muchedumbre actúa siempre desde la cordura, la buena fe y la razón. Incluso si ese mismo hablante dispusiera del conocimiento más exacto del tema, instruir a un grupo semejante empleando únicamente la vía intelectual sería prácticamente imposible: se distraen por factores que no pertenecen en absoluto al tema, no son capaces de seguir pruebas exactas basadas en hechos reales, son receptivos a los halagos y reacios a las críticas, tratan de confirmar sus creencias preestablecidas y, para colmo, están malacostumbrados al mal uso de este bello arte.”.
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