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UNA VOZ EN LAS SOMBRAS - de AGATHA CHRISTIE
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UNA VOZ EN LAS SOMBRAS: —Estoy un poco preocupada por Margery —dijo lady Stranleigh—. Mi hija, ya sabe
—añadió.
Lanzó un suspiro y se quedó pensativa.
—Tener una hija ya mayor le hace a una sentirse terriblemente vieja.
El señor Satterthwaite, que era a quien iban dirigidas estas confidencias, salió al paso con su proverbial galantería.
—Nadie lo creería posible —declaró, con una ligera reverencia.
—¡Adulador! —replicó distraída lady Stranleigh con la mente en otro lugar.
El señor Satterthwaite contempló con admiración aquella esbelta figura vestida de blanco. El sol de Cannes era penetrante e indiscreto, pero lady Stranleigh parecía superar la prueba. A cierta distancia, su efecto juvenil era extraordinario. Difícilmente hubiera podido adivinarse su verdadera edad. Pero para el señor Satterthwaite, que estaba al corriente de todo, sabía que era posible que ya tuviese nietos mayorcitos. Ella representaba el triunfo máximo del arte sobre la naturaleza. Su cuerpo era una maravilla. Su cutis también. Había enriquecido a un sinfín de salones de belleza, pero los resultados eran sorprendentes.
Lady Stranleigh encendió un cigarrillo, cruzó sus bien torneadas piernas, embutidas en finísimas medias de seda, y murmuró:
—Sí, en realidad estoy preocupada por Margery.
—¡Por Dios! —dijo el señor Satterthwaite—. ¿Qué ocurre?
Lady Stranleigh fijó en él sus hermosos ojos azules.
—¿Usted no la conoce, verdad? Es la hija de Charles —añadió esperanzada.
—añadió.
Lanzó un suspiro y se quedó pensativa.
—Tener una hija ya mayor le hace a una sentirse terriblemente vieja.
El señor Satterthwaite, que era a quien iban dirigidas estas confidencias, salió al paso con su proverbial galantería.
—Nadie lo creería posible —declaró, con una ligera reverencia.
—¡Adulador! —replicó distraída lady Stranleigh con la mente en otro lugar.
El señor Satterthwaite contempló con admiración aquella esbelta figura vestida de blanco. El sol de Cannes era penetrante e indiscreto, pero lady Stranleigh parecía superar la prueba. A cierta distancia, su efecto juvenil era extraordinario. Difícilmente hubiera podido adivinarse su verdadera edad. Pero para el señor Satterthwaite, que estaba al corriente de todo, sabía que era posible que ya tuviese nietos mayorcitos. Ella representaba el triunfo máximo del arte sobre la naturaleza. Su cuerpo era una maravilla. Su cutis también. Había enriquecido a un sinfín de salones de belleza, pero los resultados eran sorprendentes.
Lady Stranleigh encendió un cigarrillo, cruzó sus bien torneadas piernas, embutidas en finísimas medias de seda, y murmuró:
—Sí, en realidad estoy preocupada por Margery.
—¡Por Dios! —dijo el señor Satterthwaite—. ¿Qué ocurre?
Lady Stranleigh fijó en él sus hermosos ojos azules.
—¿Usted no la conoce, verdad? Es la hija de Charles —añadió esperanzada.