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🟢 Breves notas en Atenas a propósito del tiempo

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La Torre de los Vientos, o Horologion de Andronikos, se alza en el Ágora romana de Atenas como un anacronismo majestuoso: octogonal, de mármol pentélico, como si alguien hubiera intentado detener el tiempo con piedra blanca. Fue construida en el siglo I a.C. por Andrónico de Cirro, un astrónomo macedonio obsesionado con medir el tiempo en todas sus formas posibles: un reloj solar, una veleta, una clepsidra interior que usaba agua. Era el instrumento total. El hombre intentando domesticar el caos.
Pero lo irónico, y por eso es tan poderosa su carga simbólica, es que toda esa tecnología —puntera para su época— solo subraya la imposibilidad de capturar el tiempo. El sol pasa, el agua corre, el viento gira. La torre observa, mide, anota. Y sin embargo, todo desaparece. Los rostros de los ocho dioses del viento (Bóreas, Noto, Céfiro, etc.) aún están allí, tallados, y nos recuerdan que incluso el aire tenía nombre y forma, porque los griegos sabían que todo debía ser invocado si se quería entender.
En este sentido, la Torre de los Vientos no celebra el tiempo: lo denuncia. Lo señala como enemigo. Es un artefacto de resistencia simbólica, un recordatorio de que el tiempo nos erosiona pero, como humanos, insistimos en nombrarlo, dividirlo, medirlo, porque no sabemos hacer otra cosa que intentar sobrevivir al olvido.
Y hoy, milenios después, la torre sigue en pie mientras los imperios que la rodeaban se convirtieron en polvo. Ella, la que nació para medir lo efímero, es ahora un símbolo de lo eterno, y en ese juego irónico se esconde toda su poesía.
Pero lo irónico, y por eso es tan poderosa su carga simbólica, es que toda esa tecnología —puntera para su época— solo subraya la imposibilidad de capturar el tiempo. El sol pasa, el agua corre, el viento gira. La torre observa, mide, anota. Y sin embargo, todo desaparece. Los rostros de los ocho dioses del viento (Bóreas, Noto, Céfiro, etc.) aún están allí, tallados, y nos recuerdan que incluso el aire tenía nombre y forma, porque los griegos sabían que todo debía ser invocado si se quería entender.
En este sentido, la Torre de los Vientos no celebra el tiempo: lo denuncia. Lo señala como enemigo. Es un artefacto de resistencia simbólica, un recordatorio de que el tiempo nos erosiona pero, como humanos, insistimos en nombrarlo, dividirlo, medirlo, porque no sabemos hacer otra cosa que intentar sobrevivir al olvido.
Y hoy, milenios después, la torre sigue en pie mientras los imperios que la rodeaban se convirtieron en polvo. Ella, la que nació para medir lo efímero, es ahora un símbolo de lo eterno, y en ese juego irónico se esconde toda su poesía.
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