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NO MIRES ESTE VIDEO!! La CARRETERA 36
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Una noche en la carretera de la muerte
No sé si escribir esto me va a ayudar, pero necesito que alguien lo sepa. Necesito que alguien entienda que hay cosas que no deberían ocurrir, cosas que, cuando pasan, rompen algo dentro de uno para siempre.
Todo empezó una noche en la Carretera 36, cerca de Uyuni, Bolivia. Habíamos estado viajando durante horas; era un tramo largo y desolado, atravesando un paisaje tan vasto y vacío que parecía que estábamos conduciendo hacia el fin del mundo. Estábamos mi mejor amigo, Diego, y yo, en mi vieja camioneta Toyota. Habíamos decidido tomar esa carretera porque queríamos llegar más rápido a La Paz. Un error que lamentaría para siempre.
El cielo estaba despejado al principio. La luna iluminaba el terreno árido y seco, proyectando sombras que parecían moverse cuando no mirabas directamente. Diego estaba manejando, y yo estaba reclinado en el asiento del copiloto, medio dormido, cuando algo nos sacó de la monotonía.
En la distancia, vimos un hombre parado en medio de la carretera, haciendo señas con una linterna. Diego redujo la velocidad.
—¿Lo recogemos? —preguntó, sin mirarme.
Yo dudé. Siempre había escuchado historias de personas que desaparecían después de recoger extraños en la carretera, pero esto no era una película de terror, ¿verdad?
—Solo por si acaso, —respondí—, pero mantente alerta.
El hombre era delgado, con una camisa blanca sucia y jeans gastados. Su cara estaba oscurecida por la falta de luz directa, pero sus ojos brillaban con algo... extraño. Algo que no supe identificar en ese momento.
—¿Van hacia La Paz? —preguntó, con una voz rasposa, como si hubiera estado gritando o llorando por horas.
Asentimos. Diego abrió la puerta trasera y el hombre subió sin decir más.
El hombre extraño
Desde el principio, había algo inquietante en él. No nos dijo su nombre, ni preguntó el nuestro. Solo se sentó allí, en silencio, mirando por la ventana, como si estuviera buscando algo en la oscuridad. Cada cierto tiempo murmuraba algo inaudible, lo suficiente para hacernos intercambiar miradas nerviosas.
—Entonces, ¿por qué estabas en medio de la nada? —preguntó Diego, rompiendo el silencio.
El hombre tardó en responder. Parecía estar decidiendo si debía decirnos la verdad o no.
—Mi carro se descompuso —dijo al fin—. Necesitaba ayuda.
No sé por qué, pero no le creí. Había algo en su tono, algo en la forma en que lo dijo que me puso la piel de gallina. Pero no dije nada. Tal vez solo estaba siendo paranoico.
Seguimos conduciendo, y poco a poco el paisaje empezó a cambiar. Las nubes cubrieron la luna, y la oscuridad se volvió casi tangible. Fue entonces cuando ocurrió la primera cosa extraña. El GPS dejó de funcionar. No fue algo progresivo; simplemente, se apagó de golpe. Diego intentó reiniciarlo varias veces, pero no hubo suerte.
—No importa —dijo él—. Esta carretera es recta, no hay forma de perderse.
Pero se equivocaba.
La bifurcación
Poco después de que el GPS fallara, nos encontramos con algo que no debería haber estado allí: una bifurcación. La Carretera 36 no tenía desvíos, al menos no en ese tramo. Habíamos revisado el mapa antes de salir. Pero allí estaba, una división clara, con dos caminos igualmente oscuros y desolados. No había señales, ni luces, ni indicios de cuál era el camino correcto.
—¿Qué demonios? —murmuró Diego, deteniendo el auto.
El hombre detrás de nosotros habló por primera vez desde que subió.
—Tomen el camino de la izquierda —dijo, con una voz tan calmada que me provocó un escalofrío.
—¿Por qué? —pregunté, girándome hacia él.
—Confíen en mí —respondió, sin más explicaciones.
Diego y yo nos miramos. Sabíamos que no podíamos quedarnos allí toda la noche, así que, en contra de mi instinto, tomamos el camino de la izquierda.
El bosque imposible
El camino se volvió más estrecho, y el paisaje cambió de nuevo. Ahora había árboles. No debería haber árboles en esa región; el altiplano es árido, casi sin vegetación. Pero allí estaban, altos, oscuros, con ramas que parecían extenderse hacia nosotros como garras. El motor de la camioneta empezó a hacer un ruido extraño, como si estuviera esforzándose demasiado.
—Esto no está bien —dije, mirando por la ventana. Sentía que algo nos observaba desde la espesura del bosque.
—¿Dónde estamos? —preguntó Diego, más para sí mismo que para alguien en particular.
El hombre detrás de nosotros no respondió. Cuando me giré para mirarlo, casi grité. Su rostro estaba completamente inexpresivo, como una máscara. Sus ojos, que antes brillaban con algo extraño, ahora eran oscuros y vacíos.
—¡Detente! —grité.
Diego pisó los frenos, pero era demasiado tarde. La camioneta se apagó sola, dejándonos en una oscuridad completa.
#leyendas #creepypasta
#historiasdecarreteras
No sé si escribir esto me va a ayudar, pero necesito que alguien lo sepa. Necesito que alguien entienda que hay cosas que no deberían ocurrir, cosas que, cuando pasan, rompen algo dentro de uno para siempre.
Todo empezó una noche en la Carretera 36, cerca de Uyuni, Bolivia. Habíamos estado viajando durante horas; era un tramo largo y desolado, atravesando un paisaje tan vasto y vacío que parecía que estábamos conduciendo hacia el fin del mundo. Estábamos mi mejor amigo, Diego, y yo, en mi vieja camioneta Toyota. Habíamos decidido tomar esa carretera porque queríamos llegar más rápido a La Paz. Un error que lamentaría para siempre.
El cielo estaba despejado al principio. La luna iluminaba el terreno árido y seco, proyectando sombras que parecían moverse cuando no mirabas directamente. Diego estaba manejando, y yo estaba reclinado en el asiento del copiloto, medio dormido, cuando algo nos sacó de la monotonía.
En la distancia, vimos un hombre parado en medio de la carretera, haciendo señas con una linterna. Diego redujo la velocidad.
—¿Lo recogemos? —preguntó, sin mirarme.
Yo dudé. Siempre había escuchado historias de personas que desaparecían después de recoger extraños en la carretera, pero esto no era una película de terror, ¿verdad?
—Solo por si acaso, —respondí—, pero mantente alerta.
El hombre era delgado, con una camisa blanca sucia y jeans gastados. Su cara estaba oscurecida por la falta de luz directa, pero sus ojos brillaban con algo... extraño. Algo que no supe identificar en ese momento.
—¿Van hacia La Paz? —preguntó, con una voz rasposa, como si hubiera estado gritando o llorando por horas.
Asentimos. Diego abrió la puerta trasera y el hombre subió sin decir más.
El hombre extraño
Desde el principio, había algo inquietante en él. No nos dijo su nombre, ni preguntó el nuestro. Solo se sentó allí, en silencio, mirando por la ventana, como si estuviera buscando algo en la oscuridad. Cada cierto tiempo murmuraba algo inaudible, lo suficiente para hacernos intercambiar miradas nerviosas.
—Entonces, ¿por qué estabas en medio de la nada? —preguntó Diego, rompiendo el silencio.
El hombre tardó en responder. Parecía estar decidiendo si debía decirnos la verdad o no.
—Mi carro se descompuso —dijo al fin—. Necesitaba ayuda.
No sé por qué, pero no le creí. Había algo en su tono, algo en la forma en que lo dijo que me puso la piel de gallina. Pero no dije nada. Tal vez solo estaba siendo paranoico.
Seguimos conduciendo, y poco a poco el paisaje empezó a cambiar. Las nubes cubrieron la luna, y la oscuridad se volvió casi tangible. Fue entonces cuando ocurrió la primera cosa extraña. El GPS dejó de funcionar. No fue algo progresivo; simplemente, se apagó de golpe. Diego intentó reiniciarlo varias veces, pero no hubo suerte.
—No importa —dijo él—. Esta carretera es recta, no hay forma de perderse.
Pero se equivocaba.
La bifurcación
Poco después de que el GPS fallara, nos encontramos con algo que no debería haber estado allí: una bifurcación. La Carretera 36 no tenía desvíos, al menos no en ese tramo. Habíamos revisado el mapa antes de salir. Pero allí estaba, una división clara, con dos caminos igualmente oscuros y desolados. No había señales, ni luces, ni indicios de cuál era el camino correcto.
—¿Qué demonios? —murmuró Diego, deteniendo el auto.
El hombre detrás de nosotros habló por primera vez desde que subió.
—Tomen el camino de la izquierda —dijo, con una voz tan calmada que me provocó un escalofrío.
—¿Por qué? —pregunté, girándome hacia él.
—Confíen en mí —respondió, sin más explicaciones.
Diego y yo nos miramos. Sabíamos que no podíamos quedarnos allí toda la noche, así que, en contra de mi instinto, tomamos el camino de la izquierda.
El bosque imposible
El camino se volvió más estrecho, y el paisaje cambió de nuevo. Ahora había árboles. No debería haber árboles en esa región; el altiplano es árido, casi sin vegetación. Pero allí estaban, altos, oscuros, con ramas que parecían extenderse hacia nosotros como garras. El motor de la camioneta empezó a hacer un ruido extraño, como si estuviera esforzándose demasiado.
—Esto no está bien —dije, mirando por la ventana. Sentía que algo nos observaba desde la espesura del bosque.
—¿Dónde estamos? —preguntó Diego, más para sí mismo que para alguien en particular.
El hombre detrás de nosotros no respondió. Cuando me giré para mirarlo, casi grité. Su rostro estaba completamente inexpresivo, como una máscara. Sus ojos, que antes brillaban con algo extraño, ahora eran oscuros y vacíos.
—¡Detente! —grité.
Diego pisó los frenos, pero era demasiado tarde. La camioneta se apagó sola, dejándonos en una oscuridad completa.
#leyendas #creepypasta
#historiasdecarreteras